Subeibaja.
Caminaba despreocupado, ferviente de sábado por la tarde.
Llevaba en el bolsillo la linterna por si me sorprendía la noche.
Cargaba el termo gigante lleno de ron por si me ganaba la sed.
Iba despreocupado de los edificios que dejaba detrás. Por las camisas que no había planchado. Por el desmán que había generado de papeles y despedidas, todos volando y arremolinando por el aire del callcenter.
El sendero era tan ancho como un deseo, me rozaban los sauces llorones a ambos lados, los hombros caídos pero livianos apuntaban a las piñas que se amontonaban en el desconsuelo de árboles secos pero inevitablemente vivos.
Veía el arroyo allá lejos, brillaba tenue, y no hacía nada más que flotar y reflejar.
Aun así, me parecía justo y necesario.
En ese lago mis padres nadaron hace treinta años, supieron ser jóvenes y hermosos.
Y yo frente al pasado miraba el futuro.
Fue justo en ese descanso de los pensamientos, cuando había por fin decidido sentarme en uno de los cientos de banquitos de madera. Que me quedé parado y escuché.
Sonaba casi saliendo de los brotes una música lejana y en estéreo.
Un piano y las hojas detenidas, un violín y las ramas flotando, un contrabajo y las olas vergonzosas de la ribera.
Sonaba en todos lados, y yo giré en mi eje, y no pude ver.
Giré hasta marearme y perder noción de mis piernas.
Y nada.
Atrás quedaban mi tía y su hermano, mi padre.
Atrás quedaba el ciruelo de la abuela Elvira, lleno de frutos que nadie juntaba.
Mis hermanos en algún momento del bosque decidieron ir para otro lado.
Maxi! te estás perdiendo la orquesta, Ema! te distrajiste con los caballos nerviosos.
Y yo me detuve ahí, al lado del agua, y de la madera.
Casi como un instrumento más, escuché, sentí, el crujido inconfundible de la herrumbre.
Un hierro desgastado gemía de ir y volver, de quietud y de movimiento.
Giré lentamente mi cabeza, ambas sienes apuntando al sur y al norte, y el sol corriendo despavorido hacia el medio exacto, cayendo en dirección del suelo, de la tierra. Levanté el mentón y también mis ojos se alzaron.
En cámara lenta se irguieron.
La placita desordenada en medio del anfiteatro de potreros se iluminó como un escenario.
Las tres hamacas anaranjadas en quietud.
El tobogán celeste caía más llorón que los sauces.
La arrugada calesita amagaba con girar pero se detenía.
En cambio, el subibaja temblaba de regocijo. Iba y venía. Crujía, se doblaba en curva del deseo. Vibraba la vida en ese tablón con asientos en las puntas.
Me acerqué peligrosamente al arroyo, me vi reflejado y solté un; "dale Narciso, veintiocho años atragantado, decilo che, sacalo de la garganta Narciso Silvio".
Y sonreí. Y me reí en voz alta. Seguí sonriendo en la soledad del parque de San Agustín, y fue mi sonrisa más genuina. Seguro mamá sonrío acá y papá se hizo el seductor a la orilla de este mismo árbol, más me reí.
El subibaja bailaba líquido en medio de la nada. Sus hierros fueron fundidos por alguien, fueron empujados por alguien, fueron detenidos por alguien, fueron humedecidos por alguien y fueron susurro y secreto de tantos amores furtivos y torpes.
Me acerqué con cautela y con suavidad. Crujía y se quejaban sus engranajes.
En un sutil instante se detuvo. Y yo caminé más rápido, despreocupado recién ahí.
Subeibaja.
Me senté en la madera centenaria y hubo un quiebre del sonido.
Los ojos me brillaron por demás. Esto lo sé, porque los vi centellear en el lago, relampaguear su fuego. Su hermoso fuego.
Quisiera ser más Precavido, me dije mirando a la luna que estaba ahí, en vez del sol.
Creep y no soy un extraño. Eso traduje de los sonidos del bosque que me rodeaban.
Y el subibaja no se movió más. Pero yo lo vi moverse me defendí ante el auditorio de marrones y raíces que me miraban.
Yo lo vi subir y bajar, señores.
Repetí muchas veces.
No nene, acá no hay sorpresas, imaginé que me decía el palo borracho que hinchado yacía al borde del alambrado.
La música se apagó, terminó el cd pibe.
Ahí sentí vacío. Vacío. Ni viento para darle vida al cuadro. Nada.
Nada.
Y en ese momento sonaron los violines de verve. Y los ciruelos de Elvira se licuaron con los limones de Yolanda. Agridulce corazón.
Y el subeibaja cobró vida, y empezó a moverse y iluminar los rincones del lugar. Ese parque que tanto pensaba conocer se reveló, y estuve triste y después feliz y después dudé y después tuve certezas y después no pensé y después reflexioné y todo arriba de la misma madera centenaria que crujía (o que hablaba).
Y los extremos del tablón eran iguales, o no, eran similares.
En esas estaba cuando un contingente de gentes se bajó de una combi de escolares. Sacaban fotos al laguito, se reían y abrazaban a los caballos que hipócritas no rechinaban los dientes, eran tantos los que bajaron de ese vehículo!
Hicieron fila india para no perderse en la naturaleza.
Se movieron las aguas, hicieron eco de mareas. Alguien tiró un tronco al medio del espejo.
Se rompió.
El vaivén me despertó.
Ya era de noche. Miré a todos lados, desolación. Viento. Aullidos lejanos.
Un molino se alimentó y molió todo el trigo posible.
Estaba solo. Y sólo eso.
Y yo miraba lo negro. La oscuridad.
Hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra, a la distancia.
Me acerqué a la orilla, y me crucé de piernas tocando el agua tibia.
Epa! no está helada como pensaba, dije.
Ahí nomás sonó un bandoneón. Así como de repente. Y ya no lo vi como algo extraordinario, simplemente lo disfruté.
Lenta, insegura venías vos, y yo supe que eras vos, sin saberlo.
Estabas sola, no me veías a mí, venías tocando el sendero angosto con los hombros, mirando el arroyo brillante encandilada, los caballos inquietos, te observaste en el lago, tu imagen difusa, sonreíste, te reíste en voz alta, viste al contingente bajar de la combi, te detuviste dubitativa frente la plaza, elegiste el subibaja, te sentaste, describiste a la madera debajo tuyo, y sin querer me miraste fijo a los ojos, inmóvil, cuando me senté frente a vos, en el otro extremo de la madera crujiente.
Que juego más raro, pensaste.
Te necesitaba para jugarlo, pensé.
Y hubo arena de mar en nuestros pies.
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