lunes, 10 de octubre de 2011

El Pozo.


Mariana se levantó temprano esa mañana, yo seguía dando vueltas en un sueño perturbador.
La sentí irse, cuando aún seguía en medio del bosque, dentro del hotel que mi hermano Maxi regenteaba. Le dije desde el hall, pará no te vayas Mariana, no me dejes solo acá.
No me escuchó, en cambio mi hermano que no me reconocía seguía ordenando papeles rojos en la puerta.
Disculpame, ya que viniste hasta acá, no me harías un favor muy muy grande?
Qué Maxi? No le dije que era su hermano, que no entendía que hacía él ahí trabajando en un hotel en medio de un bosque, bordeando un lago. Nada le dije. Sólo, qué Maxi?
Mi mujer está por parir, voy a ser papá, y si salgo ahora tal vez llegue para su primer día de colegio.
Tampoco dije nada a esa idea tan poco lógica. Sí, claro. Yo te cuido el lugar.
Y así nomás salió. Cuando llegó a la puerta giratoria que además era ascensor y tenía un funcionamiento un poco raro: giraba y subía en caracol por un ombú gigante hacia arriba, hacia algún lugar, me dijo; Che, ojo con el pozo atrás del jardín, no lo riegues ni tampoco te asomes a verte en el reflejo de la tierra. No te preocupes. Ah y felicitaciones Maxi! Vas a ser un gran padre.
El hotel era lujoso, pero no había nadie. Ni una sola persona. Corredores muy largos con arcos altísimos que conectaban el bosque de arrayanes con el lago que se me hizo estaba helado. Allá a lo lejos un botecito flotaba solitario y tenía un cañón con una luz turquesa que iluminaba el cielo que era de noche, pero acá el día era de día.
Sin dudarlo me fui al jardín del fondo en busca del pozo.
Estaba todo sembrado de amarillo con unos canteros altos que bordeaban el caminito todos llenos de rosas negras y rojas. Caminé decidido a quebrar la voluntad de mi hermano, no por caprichoso, sino porque sí.
Llegué al borde del pozo, recién ahí dudé. Cómo se iría a llamar el hijo de Maxi, mi sobrino? Busqué del otro lado de la cama sobre la almohada de Mariana, su cara. No estaba, ni ella, ni su cara, ni su almohada.
Me incliné lentamente hacia el pozo, estaba oscuro, salía olor a guiso de la abuela Yola, inconfundible, luego una brisa húmeda y profunda me tocó los cachetes.
Desde adentro del ojo izquierdo me sorprendió una lágrima, cayó en el pozo. Desperté.
Ana saltaba sobre mis piernas jugando con crayones amarillos y negros.
Hola papi, mirá me dibujé en el espejo sentada por el resto de mi vida. Y reía.
Reímos juntos. La casa olía a vainilla. La subí a caballito y partimos juntos hacia la cocina. Mariana miraba de espaldas por la ventana hacia el jardín. Estaba inmóvil, le hablé. No se dio vuelta.
En la radio un locutor meloso decía que iba a llover y que los anhelos se mojarían de manera irremediable. Luego agregó, Ana tiene hambre, preparale el desayuno che.
Me senté en la mesa, había dos pasteles, uno de limón y otro de arándanos. Corté ambos, Mariana dejó la ventana, se paró a mi lado, me dio un beso dulce en la nariz y me dijo al oído que el pozo estaba rebalsando. Me estremeció y todo mi brazo izquierdo tembló.
Lo vas a tapar con tierra negra o lo vas a regar con agua perfumada?
Y me miró fijo. Ana se rió dulce.
Besé a ambas y salí por la puerta de atrás al jardín. Mi mamá del otro lado de un cerco bajito le cantaba una canción de cuna a Juan, el hijo de Maxi y Chechu. Lo mecía lentamente. Mamá, voy a ver al pozo. Sí, hijo. Ya era hora.
No tengas miedo, un pozo no muerde.
Mientras caminaba por el jardín miré hacia la casa. Mariana y Ana sentadas en la mesa ponían velas de cumpleaños en los pasteles. Quise llamarlas, pero no me escucharon.
Desde arriba, se escuchó una voz en off, mi viejo tarareaba lejana tierra mía de Gardel.
Hijo, el abuelo Celestino escuchaba a Carlitos, nunca te olvides.
No, respondí. No me voy a olvidar papá.
En el jardín había decenas de mangueras de goma de todos los colores desparramadas por el pasto. Al fondo me esperaba el pozo. Caminé liviano, me sentía bien, en calma.
Sonreía. A un costado estaba el kiosco abierto, el señor que siempre me vende cigarrillos y me cuenta sobre el barrio, me saludó. Hoy no hay caramelos sugus colorados, H, te los debo.
En ese momento salió el sol y me dio de frente, a los ojos. El jardín se alargó, se estiró hacia el fondo. El ciruelo al fondo se alejaba bailando un vals. Sentí un golpecito sutil en los vidrios, me di vuelta, mi abuela Elvira me saludaba desde la cocina, cebando un mate con una pava gigante de porcelana celeste. Su amiga Graciana y mi tía Mirta jugaban a las cartas. Ana las miraba atenta. En el fondo Mariana pintaba desnuda un cuadro de ella misma mirando por la ventana atrás de un cuadro más pequeño. La Mariana dentro del cuadro llevaba puesto su saquito rojo y el prendedor de su abuela brillaba, me encandilaba. Sentí calor en la sien.
Che! mi viejo nuevamente en off me dijo; el pozo H, el pozo.
Me di vuelta resuelto a llegar al fondo del jardín. Me subí a una cinta mecánica, agarré la mochila y me la puse en los hombros. Pesa más que la china, pensé.
No importa, tengo que ver qué voy a hacer con ese pozo.
Caminé. Tuve frío. Luego mucho calor y transpiré. El jardín seguía alargándose, se llenó de humo y olor a asado. Mi tío Jorge mientras prendía el fuego con leñas leía parado el Eternauta. Nunca uses carbón, H.
No, tío. Lo voy a intentar.
Tiré la mochila al pasto, cientos de caracoles se la llevaron al mar que estaba picado y, pensé, muy salado.
Ya no volví a mirar hacia atrás, ni a los costados. Este tema debo afrontarlo solo, dije en voz alta.
Sopló el viento como nunca. Llegué finalmente al pozo. Ahí estaba nomás.
Él y yo.
Me senté en su orilla, colgué los pies en el abismo. Me dejó, o me permití, verlo de cerca, me incliné.
Dentro no había inmensidad, ni era oscuro, ni profundo. Ni daba miedo, ni incitaba a tirarse dentro.
Nada.
Un pozo. Piedras, restos. Algo de agua, pero ni cristalina, ni reflejos, ni negra o terrorífica.
Un pozo, nada más. Como cualquier otro. Sin planes ni órdenes. Ni mitos o eternidades.
Me levanté. ahí lo dejé. Al fondo del jardín, dónde siempre estuvo.

Volví a casa, ahí estaban todos listos, preparados para comer.

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